Alejandra Pizarnik: Una Voz

2 de abril de 2009

Alejandra Pizarnik y Julio Cortázar (ParteI)


De pronto lo miró y le dijo: la Maga soy yo. Se lo dijo al mismísimo Cortázar, al autor de Rayuela, al dueño e inventor del personaje. La poeta Alejandra Pizarnik se lo dijo a su amigo Julio Cortázar. En París. La Maga soy yo. El escritor sonrió apenas y no hizo comentarios.




¡Tantas supuestas musas le habían dicho lo mismo! Ser la Maga para ellas quería decir muchas cosas. Vivir todo el tiempo en estado de exaltación lírica, ser amadas hasta el fin por los mejores varones, apretar el tubo del dentífrico por la mitad y no desde abajo como recomiendan los bien nacidos, transcurrir por las calles alegremente, sin rumbo, sin horarios, sin religión. Ser la Maga era soñar en colores. Era también disfrutar de Mozart sin saber quién es Mozart. Ser valiente. Inclinarse siempre para el lado de la sed. O bañarse desnuda con agua de lluvia en una plaza pública. O tener amigos altos y barbudos como, por ejemplo, Cortázar.




Alejandra y Julio se conocieron tal vez en Pont des Arts, una mañana, casi por accidente. Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos.

Casi no hablaron. Pero se enamoraron con esa mezcla de asombro y distancia que suele unir a los amigos. Alejandra estaba sola y se sentía sola; había viajado a Europa luego de atravesar por un cúmulo de frustraciones. Muy pronto se hicieron evidentes, entre ellos, grandes y sutiles afinidades.
La verdad no está en los libros sino en la piel, en las miradas, en las ramas de los árboles, en los puentes sobre el río neblinoso y en las amadas palabras cotidianas. La amistad se fue cocinando mediante una infinidad de gestos de extrema delicadeza y con una mutua actitud de ternura vigilante.